domingo, 13 de septiembre de 2015

EL SILENCIO CLAMOROSO I.

LA DICTADURA MORAL


La politología seria, por supuesto no me refiero a la lo que se imparte en las universidades podemitas, debe tener muchas dificultades para comprender la existencia de u fenómeno como el silencio clamoroso de al menos la mitad de la sociedad catalana y la dictadura mental que lo provoca y lo acompaña. Una notoria tertuliana respondía, a quienes señalaban el silencio de la mitad al menos de la población no independentista y el miedo que los atenaza, que eso no tenía razón de ser alguna, pues nada les impide hacer uso de su libertad. No negaba que eso ocurriera, sino que daba a entender que, de serlo, es pura responsabilidad de quienes no ejercen su derecho. Y esto es verdad en parte, incluso si hacemos abstracción de sucesos tan corrientes y para nada anecdóticos como el amedrentamiento y escarnio que sufre quien se atreve a solicitar algo de enseñanza en español para sus hijos, rotular en español o hablar según donde, de que las resoluciones del constitucional y el supremo se incumplen por sistema sino son favorables a la administración catalana, el desprecio y la mancilla de los símbolos y referencias españolas...etc. Pero debiera sorprender que una parte prácticamente mayoritaria de la población se acostumbre a dar por bueno un estado de cosas que les perjudica gravemente. Es esencialmente un fenómeno colectivo y no meramente de la suma de responsabilidades personales, aunque esto cuenta y mucho a partir de un punto. Algo tan elemental no se tiene en cuenta y se tratan de explicar las cosas como si fuera un asunto de psicología individual y de en democracia cada uno puede hacer lo que quiera.
Veamos el hecho colectivo. Es obvio que la presión abrumadora de los medios nacionalistas, la sectaria e impositiva política institucional, el control de los nudos que conforman los poderes fácticos, produce un impacto demoledor, pero considero que es más correcto tratar estos hechos como parte del problema y no como el origen del mismo.
Es preciso dejar claro de inicio que una cosa es que en una sociedad democrática predomine o incluso domine una determinada opción, incluso de forma duradera como la historia demuestre, y otra distinta que se convierta que una doctrina o ideología que no sea el respeto a la democracia, la ley y el Estado de derecho alcance la categoría de dogma y se imponga como criterio de ortodoxia, prácticamente obligatoria, convirtiendo en traidor al hereje disidente. En las sociedades autoritarias esto es consustancial y es un instrumento del régimen impuesto. Pero en las sociedades democráticas, la ortocracia, perdón por la palabra pero ayuda a entender lo que es esta dictadura moral que tiene su centro en la opinión pública, es el estado en el que la lógica de la calle, de la opinión ortodoxa ejerce su imperio de forma previa e implacable, sin admitir contestación. Normalmente todos los procesos que han conducido a dictaduras, han tenido en su origen, y luego han madurado, esta dogmatización de la opinión publica, para que, al triunfar el régimen totalitario, las masas pasen a ser carne de adhesión permanente y explícito a disposición y conveniencia de la dictadura. En Cataluña puede existir ese proceso que derivaría en dictadura material e institucional, pero se sustentaría en una situación duradera, prácticamente treinta años, de dictadura moral perfectamente implantada que es ya parte de la idiosincrasia de la vida social y que se ha hecho uña y carne con el imperio nacionalista.
La ortocracia es fundamentalmente un estado de ánimo ambiental plenamente cosificado. La experiencia del País vasco era elocuente, aunque en este caso aparecían grietas, que no viene al caso detallar. El que se identifica con la verdad ortodoxa cuenta con que, de defender sus ideas en cualquier sitio por muy desconocidos que sean los que lo rodean, se encontrará con la simpatía, o como mucho un silencio huidizo, pero nunca con respuesta opuesta alguna. Mientras que el no comulgante cuenta que, de defender lo que piensa, hay muchas posibilidades de recibir desprecio e incluso algún tipo de perjuicio y daño. Y que si además hubiera alguien que estuviera de acuerdo se callaría o se evaporaría. Naturalmente lo primero espolea al comulgante a creer más en su verdad y no sólo a defenderla con más ahinco, mientras el segundo se ve presa de un extraño desasosiego. Aún estando convencido de su verdad, empieza a tener la sensación de que no sabe por qué es verdad. Cree, pero sin narración que lo acoja y esto en política es terrible porque el hogar del ciudadano, en cuanto que agente político, es la narración que hace suya. Por desgracia, muy pocos son capaces de hacerse su propia narración con mínima coherencia, es más en el fondo es imposible. Las narraciones, o si se quiere incluso las ideologías, son productos simples resultantes de procesos extremadamente complejos de años y años, forman parte de la tradición y cabe poco lugar a la improvisación en este caso.
Como he indicado lo que precipita esta situación no son las consecuencias que la acrecientan y fijan, como el dominio de los medios, las instituciones y los nudos del poder fáctico. Creo que hay algunas condiciones elementales que están en el origen, conforme la experiencia que demuestran el caso catalán, el vasco o incluso indicios en el conjunto de España, por no ir más lejos.
En primer lugar la ausencia de un consenso general entre las posibles opciones fundamentales, y lo que es más importante un consenso reconocido como tal. Porque de facto puede existir un consenso en torno a los valores y el sistema democrático pero una parte de la sociedad no reconoce que otra parte de la sociedad asuma esos valores, por lo que se considera la única legitimada para hablar en su nombre.
En segundo lugar la existencia de una parte de la sociedad propensa al activismo y a la pasividad en otra, como parte consustancial de la narración que los mueve. Normalmente la parte pasiva vive la política privadamente, suele identificarse con el status quo, las reglas del juego, y cuenta que este se respeta automáticamente en lo fundamental o que incluso los activistas están dispuestos siempre a respetar las reglas del juego. Por contra lo que mueve a otra parte de la sociedad al activismo suele ser la creencia de que su causa o no cabe en las reglas del juego o que tiene un valor que excede el respeto a las reglas del juego.
En tercer lugar, y es lo decisivo, el descabezamiento ideológico de una de las partes, la parte alternativa ala dominante, cuestión especialmente grave cuanto mayor es la vinculación entre los seguidores y las élites dirigentes de esta parte descabezada. La argamasa de esta vinculación es un discurso compartido y la seguridad de que la acción práctica y sus propuestas se ha de mover en los márgenes que este discurso comprende. Por supuesto el fruto del descabezamiento es la orfandad moral e ideológica de los seguidores.
El descabezamiento puede consistir en la simple decapitación, tal como en los regímenes totalitarios o los procesos que llevan al mismo, o al cambio de chaqueta ideológico de las élites, que asumen las claves del discurso que en parte o totalmente debieran combatir en coherencia con el discurso que los une a sus seguidores.
En lo fundamental esto es lo que explica el proceso previo al Procés y que lo ha hecho posible, no siendo este más que la peor consecuencia de un estado de cosas ya aparentemente irreversible. Cómo ha sido esto posible, es asunto de mucha enjundia y merece una reflexión aparte. En este punto sólo quisiera llamar la atención sobre la inmensa responsabilidad, (en algunos casos como el de Cataluña, esta responsabilidad llega a ser decisiva), de la élites dirigentes en la respuesta y la actitud política de sus seguidores, máxime cuando el discurso que los une a estos y sostiene a estos en política es muy rígido y admite pocas adaptaciones o pasos a discursos alternativos. Así la masa socialista que se ha visto confundida prefiere quedarse en casa que alimentar opciones prácticas más útiles pero contradictorias con sus valores mas queridos. Lo que une la élite con los seguidores es la médula del discurso, los valores compartidos y exaltados en ese discurso. Estas narrativas no tienen por qué dar relevancia a los valores que sostienen el orden democrático y las reglas del juego en general, normalmente dan relevancia a los valores tras los que una parte de la sociedad pretende singularizarse frente al resto. Por ejemplo, para las masas socialistas o de izquierda, la solidaridad y la justicia social son valores expresos. Para las masas socialistas catalanas esto significaba además la solidaridad con toda España. Pero tal valor pasó de ser algo expreso a algo impreso o sobreentendido, para luego ir convirtiéndose en algo vergonzoso o sospechoso que debía desaparecer de su expresión pública. Tal deriva es el hilo de Ariadna que guía el descabezamiento ideológico de las masas socialistas y de izquierda.
En el lado opuesto las élites nacionalistas “moderadas” no han tenido especiales problemas para llevar del ronzal por el abismo del Procés a sus seguidores, contra las optimistas previsiones de quienes pensaban que gente tan pragmática como los burgueses catalanes no iban a permitir que se les pusiera en riesgo. Sin entrar en el detalle de la influencia del juego político, parece claro que tal docilidad se sigue del hecho de que con este salto las élites han reforzado el peso de los valores primigenios que dan sentido a la narración que los une a sus seguidores. Este reforzamiento, esta capacidad de convencer a los suyos de que estos valores están en peligro, ha puesto a los seguidores en la tesitura de que la unidad está por encima de todo, incluso de los peligros y de la vergüenza de tener que tragar sapos como la corrupción. Insisto en que tal capacidad de convencimiento es consecuencia fundamentalmente del juego político y sólo secundariamente y como refuerzo de la ventaja en los medios y del dominio de los resortes del poder.
Se ve en general que los lazos entre las élites y los seguidores se refuerzan si existe la expectativa del poder, logro que los seguidores suelen interpretar como prueba de la verdad de sus sentimientos y creencias. Pero también el disfrute del poder suele disculpar los actos que contradicen el orden de valores primigenio que los seguidores tienen por suyos, hasta que estos dan por bueno todo lo que emane del poder si es de los suyos y no está en abierta contradicción con el discurso de sus élites. En el caso de los socialistas catalanes, muchas de sus gentes vivieron el fenómeno de la Generalitat de izquierdas como un acto de reafirmación de sus creencias, aun cuando estas habrían sufrido la metamorfosis al nacionalismo. Tendían a concebir esta reconversión como un catalanismo solidario en continuidad con sus valores primigenios. El desafío secesionista los ha puesto ante la realidad, aunque sus élites, catalanas y españolas, sigan porfiando por mantenerlos en la confusión. De pronto se enfrentan al hecho de que, si antes del Procés podían hablar, era porque hablaban de prestado y que, aunque no se comulgase con los sentimientos de los prestamistas nacionalistas, la confraternidad contra la derecha y el “centralismo” les daba derecho a ser ciudadanos de primera en Cataluña.
Si existe una asimetría de verdad es la que se da entre la lógica que rige el conglomerado élites/seguidores de los nacionalistas y el de las élites socialistas y de izquierda y sus gentes, ya españoles con vergüenza o avant la lettre. Entre la soberbia de los ganadores y la humildad de los huérfanos. Algunos no han resistido la vergüenza y han sido presas del síndrome de Estocolmo, otros sueñan que todo es sueño y algún día se despertarán. En esas estamos.






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