El gobierno trata de combatir su miedo natural a que se desenmascaren
sus evidentes responsabilidades en el desencadenamiento de la
catástrofe de los 40.000 muertos alentando las sospechas de un
inminente golpe de estado franquista con sus correspondientes tramas
y conspiraciones. Es el primero que sabe del invento, de la misma
forma que sabe que, por muy disparatado que sea, funciona.
¿Cómo es posible que se provoque algo tan burdo y que además funcione?
Es muy probable que
en el inconsciente colectivo de buena parte de la sociedad exista
todavía un miedo residual a la vuelta del franquismo. Especialmente
las élites y vanguardias progres son propensas a ver el mundo desde
este atavismo y a difundirlo por doquier. Por eso el foco constante
de su atención se dirige a detectar cualquier signo o indicio
susceptible de alimentar su síndrome de la eterna amenaza
franquista. De paso “la alarma antifranquista” es el más
poderoso pegamento de unión de las izquierdas para desgracia de este
país. Y para la izquierda si esta quisiera ser útil al país.
Por muy paradójico
que sea, es un miedo tan programado como real. Sienten miedo de
verdad en lo más profundo,el propio de los que creen en fantasmas.
Lo que no impide que el cuidado por instalar a la población en el
miedo nada tenga que ver con evitar el franquismo pues su razón
política les disuada de creer en la inminencia concreta de ese
presunto peligro. Sólo saben que esa es su mejor defensa ante la
mentalidad política que han creado en este país.
Pero a la vez con
esta retórica para alarmar/alertar a la población se despierta en
estos magos tan prepotentes como pusilánimes su miedo atávico a la
vuelta del franquismo. Viven en ello como los nativos de la isla por
donde campó King Kong vivirían con el miedo a la vuelta del
monstruo aunque sepan de su muerte en tiempos pretéritos si
alimentan su sentido de las cosas sólo de las películas sobre este
fantástico personaje.
En nuestro caso la
misma progresía se ha creado este miedo atávico en cuya superficie
vive cómodamente. Tal es la paradoja. Por supuesto pesaba mucho todo
tipo de temor en la transición, en la población en general y en los
agentes políticos de derechas e izquierdas. Malignamente los
podemitas atribuyen a este miedo, que sería según ellos exclusivo
de la población y de las izquierdas emergentes, la indeleble
contaminación franquista del régimen constitucional, al que
califican con descaro de seudodemocracia.
Ahora los
socialistas han comprado esa versión. Dejan de lado su decisiva
contribución y hasta insinúan su culpa o inadvertencia. Han pasado
de acaparar el mérito de la llegada de la democracia a prestarse a
la sospecha de la misma. Omiten que, fuera por miedo, por
convencimiento o por simple adaptación a la realidad, lo cierto es
que en los protagonistas de la transición, de derechas o izquierdas,
antifranquistas y exfranquistas, demócratas advenedizos y demócratas
de toda la vida así como en el conjunto de la población primó la
voluntad democrática y de paz, hasta el extremo de dar paso al
régimen más democrático y garantista de Occidente, al menos
parangonable con el mejor.
La incapacidad de la
izquierda de librarse de su miedo al franquismo y de librarse de su
tentación de extenderlo a toda la población tiene algo de
estructural y de interesado a la vez. Es consecuencia inevitable de
su principio estratégico de someter a la derecha haciéndola
permanente sospechosa de filiación franquista y de hipocresía con
la democracia. Con esta óptica oportunista, desde que la derecha
accedió a gobernar la degradación de la semántica y de la cultura
política parece imparable. De la patente felipista/guerrista de la
democracia para el socialismo, pasamos a la deslegitimación
zapataril de la derecha y a la abierta postulación social/podemita
de la incompatibilidad de la derecha con la democracia.
Estamos ahora en la
advertencia programada de la incapacidad de este régimen de extirpar
el “cáncer de la derecha”, sin lo cual no podría haber
democracia. Ahora más que nunca es imposible deslegitimar a la
derecha sin que se despierte este miedo atávico. Y con ello el
mecanismo más tóxico: al operar el miedo atávico se blinda el
convencimiento de la maldad intrínseca del adversario, que ya nunca
podrá ser adversario sino enemigo indigno de figurar en el juego
democrático. La imposibilidad de salir de la dialéctica
amigo/enemigo propia del totalitarismo.
Por desgracia para
la política no es posible terapia psicoanalítica o conductual
alguna. El adversario no puede ser terapeuta. Sus intentos provocan
más demencia. La del neuroticopolítico que usa su poder para
acaparar todos los mecanismos decisivos de incremento del poder. Sólo
el derrumbe de la estrategia puede hacer recapacitar. O el milagro de
que emerjan mentes lúcidas a la cabeza de la maquinaria. Como
algunas veces le ocurrió a la Iglesia o con Suarez en las
postrimerías franquistas.
Pero parece que el socialismo tiene la
cabeza muy dura. Singular motivo de vanagloria de su líder, por
cierto.
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