A grandes pecados, colosales
penitencias. Porque penitencia debe ser para el PSOE exhibir la
colosal bandera nacional con la que Patton Sanchez parece ahora
querer envolverse, para lavar el pecado de entregar todo el gobierno
posible a los podemitas, aunque pocos dudan que, con bandera o sin
ella, estaría dispuesto a repetir la jugada, si las circunstancias
poselectorales son similares. Pero más inmenso pecado, casi
inconmensurable, ha sido, por parte del socialismo, distanciarse de
la bandera nacional y de los símbolos nacionales instituidos por la
Constitución durante cuarenta años. Para expiarlo tendría el joven
Sanchez que haberse vestido de saco y rociado de ceniza de arriba
abajo, como los reyes sacrílegos de la edad media. No voy a abundar
en la profunda distorsión de la convivencia nacional que ha
significado dejar viva la sospecha de la connivencia entre los
símbolos nacionales y el franquismo. Pero hay que dejar constancia,
contra lo que se dice muy a la ligera, que esto no ha significado
tanto dejar en manos en la derecha la bandera del patriotismo, sino
más bien enajenar a la izquierda social, que es la mayoría de la
población, sino de este sentimiento elemental sin el que una
sociedad no tiene motivos para serlo, sí de su valor político. Por
desgracia, la opinión pública de izquierda y centro izquierda
incluso, no se ha sentido tentada de apartarse de la izquierda en
nombre de la nación común, sino al contrario, a seguir con la
izquierda aun a riesgo de poner en entredicho la nación común y, lo
que es peor, su misma idea. Los nacionalismos disgregadores y
separatistas han contado de esta forma con una cómoda ventaja de
partida que han sabido explotar sobradamente. Más que atizar un
nacionalismo esencial, que en el ambiente creado hubiera dado más
argumentos a la izquierda, las élites políticas e intelectuales
próximas al centro y al centro derecha, con algunos del centro
izquierda, como los que pudieran representar originalmente UPyD y los
sanedrines ya amortizados de la primera generación socialista de la
transición, trataron de remediar el desaguisado invocando el
“patriotismo constitucional”. Esta idea tan bien intencionada,
tomada de los intelectuales alemanes que intentaron paliar la
vergüenza del nazismo, no ha concitado adhesiones masivas muy
efusivas, aunque ha añadido una cierta confusión a la ya original,
especialmente la de hacer creer que España proviene de la
Constitución y no la Constitución de España. Pero habría que
tratar esto despacio y aparte. En el asunto que nos ocupa se dilucida
si estamos ante sólo una maniobra desesperada para tapar la fuga de
votos hacia la ultraizquierda o un intento de revisión de los
paradigmas en los que se ha sostenido el discurso del socialismo
español. Seguramente es lo primero, pero a nadie se le oculta que
tiene consecuencias, se quiera o no, sobre lo segundo. Las razones
que han conducido a Sanchez a esta arriesgada jugada, con
independencia del convencimiento que tenga, cosa que sólo él debe
saber, jugada que va en la dirección de rescatar la expresión del
sentimiento nacional y patriótico de la reserva en el que sobrevive,
que son las celebraciones deportivas, son sin duda de orden táctico,
para frenar el auge de Podemos por su izquierda y avalarse ante el
centro susceptible de caer en manos de Rivera. ¿Pero por qué ha
pensado en la bandera nacional, con el dolor que todavía ésta
provoca en la izquierda sociológica? Seguramente datos como que la
inmensa mayoría de la población está conforme o muy conforme con
el año de Felipe VI nos ponen en la pista. Esto da a a entender que,
aunque la rabia contra la partitocracia y el encanto de las
tentaciones extremistas son muy poderosas, predomina un fondo de
ánimo favorable a la estabilidad y que está conforme con el actual
modus vivendi. Por mucho que todavía nos ilusionen las aventuras
transcendentes, incluso por encima de las reformas razonables, por
mucho que nos encorajine el afán de hacer grandes ajustes de
cuentas, la mayoría de españoles de ahora no podemos renunciar a
vivir, como es obvio, en el marco de una sociedad del bienestar. Pero
la sociedad española tiene dificultad, más allá de la figura del
monarca, para conectar ese sentimiento con la realidad política.
Sanchez ha tenido la intuición de que los españoles pueden
descubrir en la bandera lo que sienten, viendo en ella el símbolo
más evidente del proyecto de prosperidad colectiva, que no se trata
de arriesgar sino de mejorar. Si se decide a capitanear esta deriva
tendrá una ventaja sobre la derecha a quien toma desprevenida,
porque ésta, contra lo que se piensa, ha cogido la bandera con papel
de fumar, no sea que se le diga lo que todo el mundo piensa. Pero a
fin de cuentas Sanchez se arriesga así al entregar a la derecha una
baza decisiva, que anida en el inconsciente colectivo de la
izquierda, entrega que puede perturbar su política de cordón
sanitario fáctico. Deslindarse si así lo pretende, y lo que hace no
tendría sentido sino lo pretendiera, de la ultraizquierda, dejando
abierto el campo a la colaboración con la misma parece un intento de
cuadrar el círculo. Por lo que parece Sanchez cree poder cuadrarlo
aplicándose a alcanzar una cómoda e impoluta posición de
centralidad, sin renunciar a la posibilidad de esta colaboración. El
bautismo de patriotismo tendría que ser suficiente, según cree,
para no tener que recurrir a esa colaboración, que podría acabar
con la democracia primero y con el PSOE después. Temo que las élites
socialistas no sean conscientes de ese peligro. Si así fuera se
darían cuenta de que en el momento presente produce mucho más daño
a España renunciar a denunciar la naturaleza totalitaria del
podemismo leninismo, que el beneficio que puede deparar revitalizar
el sentimiento patriótico. Pero es demasiado pedir que se alcance a
distinguir todo lo que ilumina la luz después de tanto tiempo en la
oscuridad en este asunto de los símbolos.
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