jueves, 23 de octubre de 2014

"CESARISMO" Y "ASAMBLEARISMO"


Tanto más precisan las democracias “posmodernas” de la elevación y mejora constante de la educación política de la población, de una opinión pública basada lo más posible en el conocimiento, cuanto más simples e infantiles son los mecanismos y reflejos mediáticos que llevan a la formación de la opinión pública. El ejemplo de Podemos resulta aleccionador como motivo de reflexión.
Late en la familia de Podemos el eco ancestral del corazón anarquista, que tanto sugestiona a las bases y los seguidores, vigilado por el rigor leninista y pragmático de su fundador. El debate entre asamblearismo y centralismo es la enésima versión casera del difícil encaje entre sentimentalidad y efectividad. El caso Podemos es de lo más extremo. Un movimiento de vocación asamblearia cuya seña de identidad es la efigie de un líder carismático, líder que además no se ha forjado encabezando ese movimiento, sino capitalizando, poniéndole cabeza, al efecto del mismo en la opinión pública. Su gran merito fue transformar un movimiento en opinión pública. El cuidado de este jardín es su principal activo para su estrategia de poder. La tensión original entre la vocación asamblearia y el cesarismo se soporta mientras dure el impulso que pueda llevar al poder o a éxitos apreciables. Pero sólo en el fracaso se hará manifiesta la tensión de verdad. pues con el triunfo el corazón se hará "razón". Estamos no obstante ante  una apuesta arriesgada,  porque, como Iglesias ha insistido, cosa que hay que agradecer, su empeño es el Poder, no simplemente protestar y convertirse en una alternativa más o menos testimonial. En ese tramo la propaganda que ilustra este movimiento contrapone democracia representativa y democracia asamblearia, lo que a primera vista recuerda la vieja oposición maoísta leninista entre la democracia “burguesa” y la “democracia popular”.
Pero más allá de esta trifulca “orgánica” y del estímulo que significa la “anécdota” del caso Podemos, la relación entre el liderazgo carismático y la participación ciudadana es categoría de primer orden en la democracia posmoderna. Ni siquiera la democracia moderna, siendo de natural todo lo “aburrida” que se quiera, puede sustraerse a la emoción que despiertan los líderes carismáticos. Y se hace evidente que la sensación de novedad sólo puede cristalizar si la protagoniza algún personaje con especial encanto mediático. Los que, como Rajoy o Major, tienen un perfil plano aparecen cuando domina el hartazgo y se quiere algo de realidad por mediocre que sea. Pero en la democracia posmoderna se precisan fuertes liderazgos y además con el mayor carisma posible. Por muy paradójico que parezca, cuanto mayor es la desconfianza ante los políticos y la política en general, más necesita la gente confiar en sólidos liderazgos. Y en ese estado acecha sobremanera el peligro de confundir el  carisma con la bondad de la política que se  patrocina.
Pero igual que inconscientemente se invocan líderes, a veces acualquier precio, se demanda participación directa. Ya es moneda común que el ciudadano medio se indigne si tiene la sensación de que el gobernante no cumpla sus deseos o tome medidas contrarias a sus deseos o preferencias. Y no me refiero al malestar lógico que puede producir una medida determinada con la que no se está de acuerdo, sino al hecho en sí de que el gobernante la haya tomado como sí no “hubiera tenido a uno en cuenta” o “no lo hubiera consultado”. El ciudadano medio se siente en el derecho de que los gobernantes y los políticos “cumplan su voluntad”, suponiendo este ciudadano dos cosas que no estan tan claras como parece: que su voluntad es la misma que la de todos y que además tiene una voluntad clara. Pero el caso es que limitarse a delegar en los representantes que elige según sus preferencias ya no llena el mínimo exigible. Por eso cualquiera que salte a la palestra para influir en la opinión pública, habla siempre en nombre de “la ciudadanía”, “la gente”, como antes se hablaba en nombre del pueblo o la nación. Este estado de animo responde a un reflejo subjetivo y a un estado objetivo característico de las democracias actuales. En el universo mediático los asuntos públicos están tan a la vista que el espectador no puede resignarse a ver lo que pasa, delegando en unos “políticos” que desprenden un buen tufo de ineficiencia e incluso dudosa moralidad. Pero por otra parte los asuntos públicos parecen endemoniadamente complejos y las claves para afrontarlos inaccesibles. En un universo abierto y transparente es cada vez más difícil dilucidar lo que hay de engaño y de realidad en lo que ocurre y salta a la vista. Y lo que es más difícil, evaluar las consecuencias de cualquier medida política o económica. Si la conformidad y la confianza de los ciudadanos, es decir la fibra moral del sistema, reclama algo más que delegar, ¿qué valor tiene una democracia asamblearia? Es evidente que sería absurdo que la afición votase, antes del partido o en cualquier momento, la alineación de su equipo. Pero la gente sueña no sólo con debatir, sino debatir para decidir, suprimiendo lo más posible los filtros propios del sistema representativo. Todo se soporta en un gran equívoco: en las democracias originarias, digamos que salvajes, al estilo de la antigua Grecia, decisión y debate formaban una pieza única. En las democracias actuales quienes tienen que decidir no debaten con los contrarios, sino que tratan de apoyar su decisión convenciendo a la opinión pública. Por lo que a la gente se refiere, esta tampoco debate sino que llama tal cosa a lo que es manifestar el apoyo por una determinada opción o medida. Pero la complejidad de los asuntos, dada la diversidad de intereses implicados a escala particular y colectiva, requiere debate para formarse una correcta opinión. Los canales mediáticos que han cumplido esa función hasta el momento parecen insuficientes, porque buscan ante todo avalar lo decidido o repudiarlo. Si, querámoslo o no, la democracia descansa en la confianza entre representantes y representados , así como en la solidez de las instituciones, de lo que se trata es que esta confianza se base cada vez más en el conocimiento.¿Puede una sociedad de masas crear cauces de debate encaminados a que la gente se forme por sí misma una opinión más sólida y se autoeduque políticamente? Porque en suma es de educación política de lo que se trata.O si se prefiere, de ejercer de ciudadano de verdad y no de parte de la masa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario